Escuer y Bernal

31 de agosto de 2009

EL COHETE ESPACIAL

Guillermo Samperio


El hombre estaba detenido en el centro del puente de Insurgentes; en su cabeza había construido una brújula imposible, útil nada más para el hombre, aunque creyera compartirla con el mundo, no sabía si mirar hacia el oriente o hacia el poniente.


Se decidió por lo primero y el aire removía las solapas de su saco como si llevara un nido de gorriones inquietos; miró la torre de relaciones exteriores pero, en su lugar, vio un cohete espacial; cuando la nave despegaba y hacía temblar la ciudad de México, el hombre pensó que sus psiquiatras eran unos hijos de puta.


Los automóviles, los camiones de redilas y los microbuses pasaban a sus espaldas y a veces le hacían perder la vertical; bueno, también pasaban tráileres y motocicletas y microautos de la nueva moda.


De pronto, sintió que los temblores del cohete espacial se detenían y de todos modos insultó a los médicos y recordó su cuarto en el hospital psiquiátrico y su memoria le trajo a la mujer sin cabellos; bajo la bata blanca ella era linda, maniquí hermoso, pálido.


Su brújula imposible se deshizo y vinieron a su mente las piernas de ella; decidió regresar hacia el sur, atravesaría media ciudad y llegaría al nosocomio como cualquier visitante o familiar.


Con el esmoquin que traía puesto y su sombrero hongo nadie lo reconocería y lo tomarían por el dueño del hospital; cuando terminaba de bajar el puente y casi lo atropella un auto, unos policías vestidos de bata blanca le pusieron una camisa de fuerza.


Aunque repitió que lo estaban confundiendo, lo subieron a una ambulancia; de cualquier manera, se dijo, raptaré a la maniquí y despediré a estos imbéciles y dejaré salir a todos mis amigos, qué caray.

26 de agosto de 2009

MAR ADENTRO

Sandra Huerta

El atardecer será hermoso: lo intuyes porque huele a coco y a aire tranquilo. Se acerca sobre el horizonte impasible, sin fiesta ni amenza. El sol comienza a declinar con los colores que sueñas a veces.

Miras hacia abajo buscándote los pies y los ves impregnar su forma desnuda en la arena recién alisada. Y es como si fueran los pies de otro, o cosas o entes voluntariosos que horadan con fuerza la playa que se rebela erizando delicados aguijones.

El cielo es espeso, casi puedes sentirlo. Debes estar bien dormido.

La playa parece indomable hasta que con un siseo se retrae un par de metros bajo la espuma. Te detienes a observar las olas, ese milagro tantos millones de eternidades repetido.

Muchos tús de colores, edades y formas diversas se detienen también; se sientan o se arrodillan, atraídos por la peculiar dulzura del momento; comentan que si los colores, que si las nubes, que si este silencio tan raro; te recuerdan otros sueños con otros muchos tús recordando, extrañados, otros sueños.

Por momentos dudas si estás despierto, porque no sabes a qué hora te quedaste dormido. Pero las cosas, la luz, la vibración que te rodea; entonces intuyes que un suceso se aproxima.

La lenta sensación es de opresión en el pecho, de carga en los hombros, de respiración entrecortada. El tiempo se estira; hay un zumbido o un rumor que se acerca. Todo es tan claro, tan terriblemente vívido; qué bueno que sabes que estás soñando.

La playa se agranda hacia el horizonte y los otros celebran ese otro milagro, aplauden, corean, aguantan la respiración, atentos a lo que de pronto ya no es mar sino desierto. El cielo se oscurece, retumba muy lejos; lo que viene no pude ser bueno.

El mar retrocede formando un vacío.

Tus pies, antes como de otro, recobran el juicio y su sentido de pertenencia. Quieren correr. Y corren ellos contigo encima, respondiendo al instinto; dan la espalda a la maravilla que está por suceder y de la que confías que ya darán cuenta otros tús que no son tú, porque no quieres ver, no quieres saber. Algo está comenzando a pasar y con tus sentidos aguzados por la inminencia de la fatalidad, lo único que quieres es despertar de esta tonta pesadilla.

El estruendo es igual que un rugido o que un trueno y muy pronto te alcanza; el frío y la sal en la garganta toman por asalto tu incosciente. Todo es azul y verde. Luego gris y marrón. Silencio de nuevo. Ya no sabes de qué color es la tarde, a qué huele, si es espesa. El mar se te mete por los ojos y por las orejas, la playa está arriba y abajo. Ves pasar cosas que no quieres saber qué son. Qué están profetizando estas imágenes, qué fórmula les va a encontrar el terapeuta.

De pronto todo razonamiento se diluye y se convierte en el deseo de un asidero, porque irte no quieres pero tampoco quieres estar ahí, dentro de ese terrible milagro del que por poco y te escapas. Hay que encontrarle significado a esto, algo pasa con tu mente. Sueños así no son normales. Pero ya no hay nada. Está oscuro. Te quieres dormir.

Y en ese instante descubres que, en realidad, estabas despierto.

22 de agosto de 2009

EL BAÚL

Ricardo Bernal


Pasé casi toda mi infancia metido en tu baúl. Un baúl de gruesas paredes, cerrado siempre con el candado parlante que ahuyentaba a los intrusos.


A veces la lluvia entraba por las ventanas y sus pies de humedad pisoteaban todos mis huesos. Adentro del baúl, la oscuridad y el silencio formaban una extraña alianza de actores verdugos, interpretando cada noche el Juicio Final.


Recuerdo al laborioso pueblo de polillas que compartía conmigo esas residencias: sus innumerables alas y hocicos recorrían mi cara y los dedos de mis pies; incluso algunas, las más osadas, se arrastraban despacio por el pozo seco de mi garganta, dejándome completamente mudo y haciendo que los engranajes de la memoria se fueran oxidando poco a poco.


Recuerdo que cada jueves, muy temprano, abrías el candado y me sacabas del baúl. Me arrullabas entre tus tentáculos diciendo: "Ya, mi dulce niñito; ya, mi pequeño bebé". Yo miraba incrédulo la lepra de tu rostro, y bajo el brillo hipnótico de tu mirada se despertaba en mis adentros ese amor que sólo conocen los perros y las víctimas.


"Bebito, bebito de azúcar y miel... aliméntame pequeñito", decías, y tus negros colmillos se clavaban en mi cráneo para absorber lo poco que ahí quedaba. Luego me llevabas arrastrando hasta el ropero, abrías sus pesadas puertas y sacabas un frasco azul lleno de pájaros líquidos. Me dabas a beber de esa sustancia y a los pocos minutos mi alma caía en un letargo de sueños crípticos y descabellados.


Soñaba, por ejemplo, que iba a la escuela y jugaba con los otros niños; soñaba con un zoológico de jirafas alargadas y viejitos vendiendo globos; soñaba con una fiesta de cumpleaños y un pastel de fresas en medio de la mesa.


Pero siempre despertaba, y entonces eras para mí la misma mosca pegajosa amamantando a sus criaturas, o un gran sapo crucificado, todo cubierto de llagas.


El día que cumplí siete años cayó en jueves. Estuve esperándote desde la madrugada, trataba de no respirar para oír el eco de tus pasos en alguna de las galerías. Conté las horas, los días, las semanas... pero tú nunca llegaste. Volví a quedarme dormido, aunque esta vez no soñé nada. Cuando desperté, el baúl estaba abierto y un olor nauseabundo revoloteaba en el aire. Te busqué de habitación en habitación hasta toparme con la última puerta, la que da a los jardines y a tu cementerio de muñecas; la abrí despacio: entre bracitos, cabecitas y piernitas de plástico, tu cuerpo se descomponía.


Desde entonces soy el único habitante de esta casa. Aunque sé que muy pronto, cualquier jueves, un nuevo bebé nacerá en tu viejo baúl, y sus sueños serán mi alimento durante toda la vida.

EL RESCATE

Gilda Manso

Quería suicidarse, y por eso se paró al borde del precipicio. El mundo es injusto conmigo, se dijo a modo de excusa, sin pensar que absolutamente todo es injusto para alguien, y en medio de lo que sería su último llanto se gritó ¡Te odio!, como si se estuviera mirando en un espejo. Segundos después, ya con un pie en el aire, el eco le contestó ¡Te amo!, y él quedó suspendido entre la vida y la muerte, porque la duda se había desplegado como un puente. Con la garganta tapiada de lágrimas dio un paso atrás y luego otro y se fue a su casa acompañado por su instinto de supervivencia, que siempre tuvo la palabra justa.

20 de agosto de 2009

TERAPIA

Nina Femat


El sábado, el sicólogo me da de alta después de años de terapias, profundos análisis, catarsis y demás. Por fin soy una persona normal, ecuánime, responsable, sexualmente equilibrada, estoy lista para enfrentar cualquier problema que se me presente. El domingo, muy temprano camino por la calle solitaria, según mis libros de autoayuda este es el primer día del resto de mi vida. En esas voy cuando un tipo gordo y desagradable me aborda, me pregunta tonterías, me sigue, me dice piropos obscenos. Lo ignoro, sigo caminando, el tipo cada vez más cerca, doy vuelta en un callejón y todo oscurece….


Mientras me limpio la sangre de la boca con el dorso de la mano, reconozco que el sicólogo es un profesional y supo hacer bien su trabajo.

AMNESIA

Nina Femat


La oficina está vacía. Nadie sabe que me escondí en el baño y esperé a que se fueran. Nadie sabe que me robé las llaves y ahora puedo abrir cajones ajenos y enterarme de secretitos. Primero, claro, el cajón de mi jefe: hasta arriba un sobre cerrado, me lo llevo. Luego los escritorios de mis compañeros: en todos encuentro sobres amarillos, sospechosamente cerrados. ¿Lo demás? engrapadoras, clips, lápices, aburridos objetos de oficina. Salgo sigilosa, abrazando los sobres, mi corazón late veloz. Un taxi me lleva a casa.


Son 137 fotos en total, en todas aparezco yo, yo pintarrajeada como payaso, bailando en bikini y con casco de vikingo, hurgándome la nariz, disfrazada de gatúbela, haciendo señas obscenas… No recuerdo nada.


Comienzo a redactar mi carta de renuncia.

17 de agosto de 2009

CINERIZOMA

Arturo Villalobos


¿Cuál sala de proyección había que elegir? ¿Cuál era la precisa, aquélla que después de tantas elecciones aproximativas, por regla general erróneas, le acercaría a la sala donde se proyectaba la escena resolutiva del enigma, como un haz de luz desintegrando una sombra central en el fondo del corredor? Había dejado atrás una sala donde se proyectaban unas vacaciones a los siete años de edad. Luego otra donde daban una aventura romántica a los doce. En otra proyectaban la semana anterior a su muerte imaginada. Algunos filmes no se distinguían de tan borrosos que habían quedado. Otros lucían la nitidez gris de la vida cotidiana. En otros había colores y matices que irradiaban la luz sobrenatural de los sueños lúcidos. Los cartelones no engañaban, se proyectaba lo que anunciaban en cada sala, pero el problema continuaba siendo cómo tomar una decisión, hacia dónde dirigir la vista: ¿La boda o el divorcio? ¿El triunfo escolar o la derrota en el deporte? ¿La rutina de los días o la visita trivial a unas amistades? ¿El suicidio de un amigo o la primera aventura sexual? ¿La muerte de la madre o el extravío en el bosque?


Por más que había buscado las claves perdidas, los sucesos cruciales, los diálogos decisivos, los estropicios comparables a fichas de dominó tirando las siguientes, nada había logrado encontrar que de alguna manera no revelara su vacío final de sentido, su inconexión aparente con secuencias donde el azar dominaba o los puntos suspensivos que demandaban seguir buscando. Por ello continuaba en ese corredor con salas de proyección a cada lado, un corredor que se extendía hacia delante y hacia atrás sin final y, sin embargo, sabía que no podía ser infinito. Al menos, implicaba una esperanza. Mientras fumaba un cigarrillo, reflexionaba en cuál sala entraría. Una vez más tendría que tomar una decisión de la cual no habría necesidad de arrepentirse, pues había sospechado que todas resultaban equivocadas al fin y al cabo.


—Ya va a empezar la función —le urge su esposa.

—¿Podría describir a su mejor amigo? —pregunta el psicoanalista.

—Estamos todos aquí reunidos en esta hora de duelo para recordar… comienza su discurso el sacerdote enterrador.


Apaga su cigarrillo en la palma de la mano, porque sólo así las voces se acallarán, y penetra a la penumbra de la sala cinematográfica como si cruzara el pasillo de un desfiladero.


15 de agosto de 2009

EL CASCABELEO

Guillermo Samperio


Fue cayendo la oscuridad sobre la cama; la lentitud del transcurrir no le daba abrigo a Esther. Mientras miraba la silueta plomiza de su florero con flores de plástico, recordó que su cofia, la azul marino, rodó por la cuneta, perdiéndose entre la hierba extremosa, en el lugar exacto donde un camión de pasajeros se había volcado pocos meses atrás y le tocó ver cuerpos que habían salido volando por las ventanillas, algunos suspendidos de los árboles.


Mientras palpaba la colcha y la oscuridad era arcilla densa sobre su cuerpo, los sucesos de hacía quizás una hora, a una cuadra de su casa (las palabras brutales del hombrón, el manoseo y la risa de los amigos, el grupo que acostumbra beber cerveza en ese sitio), le parecieron un fugaz video de los que te encuentras, de pronto, en Internet.


El retumbar del Rinoceronte, como le apodaban al mayor de los hijos del don Sebastián, le encendió la angustia como una corriente que le cascabeleaba hasta lo más profundo de su ser. De pronto, el cansancio se desperdigó por su cuerpo, tiró los zapatos a un lado de la cama y se desvistió sin levantarse, quedándose en fondo. Y empezó a cerrar los ojos.


Un sonido de leves pisadas sobre piedritas, afuera de su casa, fue el enlace para intensificar ese hondo cascabeleo. Girando un poco, abrió el cajón del buró y tomó a tientas la lámpara sorda, la encendió y el haz de luz pegó en el espejo, reproduciendo la arquitectura modesta que la rodeaba, los cuartos que su padre le heredara. Siempre le había gustado ese lugar porque desde allí podía ver las tonalidades amarillas y rojizas de su pueblo, las frondas de los abedules y los montes más al fondo; al ver el humo que salía de algunas casas para fundirse con la nubes, recordaba las figuras que su padre le descubría en el cielo. Y también le gustaban los atardeceres mandarina de los sábados.


Movió la lámpara hacia la cajonera, donde guardaba todo y era el mueble más pesado. Pensó que si lograba impulsarlo hasta la puerta de entrada, tal vez el cascabeleo intenso de angustia se apagara de pronto y pudiera dormir de un tirón, pues ya había llegado tarde dos días a su trabajo en esta quincena; si se le juntaban tres, le descontarían el pago de un día.


Lo siguió empujando poco a poco, llegó hasta la línea vertical de las bisagras de la puerta; lo empezó a girar para que estuviera tapando toda la entrada, incluida la sección de la cerradura y el seguro. Estaba a unos diez centímetros de apoyarlo en definitiva cuando el lomo del Rinoceronte pegó en el centro de la puerta. Ella siguió empujando, sudorosa, desesperada, con los pies descalzos resbalándosele sentía como si se le hubiera atorado un tejocote en la garganta; entonces, vino el segundo impulso de lomo del Rinoceronte que cuarteó la puerta por el centro y luego el tercero que partió en dos la puerta.


El hombrón se subió sobre la cómoda; Yolanda lo golpeó con la lámpara varias veces en las espinillas. Pero no puedo evitar que el Rinoceronte diera un brinco junto a ella, tomándola por detrás y tirándola al suelo, arrimándole sin compasión el cuerno entre las nalgas. “Así va a ser cada noche, cabrona; este culito va a ser para mí”. Yolanda guardó silencio porque sabía que nadie vendría a auxiliarla, alargó el brazo hasta el segundo cajón de abajo de la cómoda y rebuscó entre las cosas; le pidió al Rinoceronte que le diera por delante. “Así me gusta”, dijo él, “que te me pongas mansita; ándale voltéate”. Cuando él se hincó para meterle su cornamenta por delante, Yolanda tomó impulso con el brazo izquierdo, empuñando un martillo que había sacado del cajón de abajo donde su padre guardaba la herramienta y le dio el primer martillazo en medio de los ojos, hundiéndole el cráneo. Los otros 27 martillazos, según informó la prensa y el Ministerio Público, se los dio por dárselos, “para que no pudiera ni resucitar”, declaró Yolanda a los reporteros.

13 de agosto de 2009

CICLO

Edilberto Aldán


Del momento final esperaba el torrente de imágenes que resumiría su vida, una fugaz selección de las horas intensas y los seres queridos. Le sorprendió que fuera una sola escena perfecta, la de su recuerdo más feliz.


Setenta veces siete se abandonó al placer de la contemplación. Nada sucedía, excepto la visión cíclica de ese momento único al que comenzó a cuestionar, al que miraba ya con ojo crítico.


Hastiado, comprendió: la infinita repetición de la imagen esférica era apenas el principio, le ha sido negada la entrada al cielo y esa es su condena.

LA PRIMERA VEZ

Doris Camarena

Para ella era la primera vez. Totalmente desnuda, sus ojos cerrados, sus labios entreabiertos. También para el muchacho era la primera vez. Deseaba no cometer una torpeza. Luego, con ademán decidido, tomó el escalpelo y procedió a iniciar la autopsia.

12 de agosto de 2009

VISITAS

Roberto Carrancá


Dicen que los monstruos entran por los armarios. Éste entraba de puntitas por la puerta de tu habitación. Dicen que se esconden debajo de la cama, pero éste se quedaba hasta altas horas acostado en la tuya.


Lo veías por las noches. Era cuando todos dormían que escuchabas el tambor de sus pasos. La madera crujía y alertaba a tu corazón al que susurrabas: “shhh, tranquilo, no hagas ruido que te escucha”


Llegaba hasta tu cama, levantaba la cobija y, como perro hambriento, olía el sudor de tus cabellos. Sacaba una lengua espesa que recorría toda tu espalda. Entonces tú te decías que todo era un sueño. Que ni sus dientes ni sus garras eran reales. Que su enorme peso encima del tuyo era una triste pesadilla.


Pero en tus hombros sentías sus manos, en tus piernas las suyas. Entonces sabías que no era un sueño, ni sus jadeos ni sus rasguños, ni siquiera las mordidas que te hacían llorar encima de las sabanas empapadas de orines. Ya agotadas sus fuerzas, con el dolor ardiente en tu entrepierna, se arrimaba a tu lado y gruñía con la saliva escurriendo de su boca. Poco antes de que saliera el sol, se levantaba de la cama y salía por el mismo lugar por el que le veías llegar.


Cuando amanecía todo era distinto. Con el cuerpo adolorido te levantabas e ibas hasta la mesa en donde toda la familia te esperaba frente a los platos servidos.


Ni un rastro de aquel monstruo. Ni una pista que te mostrara el lugar en el que se escondía. Papá te acercaba una silla y, con una sonrisa, preguntaba: “¿Cómo has dormido esta noche?”. -Bien -respondías y guardabas silencio. ¿Para qué decir la verdad? Jamás creerían que el rostro de aquel monstruo era exactamente igual al de tu padre.

10 de agosto de 2009

MISIÓN

Jorge Márquez

Abajo todo cambia vertiginosamente, mientras vuelo, rebasando el sonido y haciendo gritar el aire a mi paso. Si tuviera alas, ya se habrían consumido, y si mi piel fuera humana, ya sólo quedarían huesos descarnados. Inclusive el hiperdiamante de mis ojos vibra, emitiendo suaves gemidos. Tras el horizonte nada logro ver, pero no es de noche: el cielo mismo se ha calcinado. Acelero. El aire se ioniza, mi cauda supersónica no provoca solamente truenos, sino que va sembrando relámpagos y traza cicatrices de azules llamas. Pero la velocidad me impide escuchar el estruendo de mi vuelo… o el que adelante me aguarda. Atravieso un doble huracán de fuego y en sus centros –mis destinos- se extiende una calma que no me tranquiliza. He llegado demasiado tarde: Sodoma, Gomorra… solamente ceniza.

FUNERAL

Jorge Márquez

Miro el féretro por vez última, mientras desciende a la profundidad y al olvido. Sonrío discretamente mientras la tierra lo cubre como si sólo se colocara una cobija sobre alguien que duerme dulcemente. Pero ella nunca despertará, y me duele saber que no haya dulzura alguna en su abismal sueño.

Ni una sola lágrima acompaña mis mejillas. Cierro los ojos un momento, tratando vaga o tercamente retenerla en mi corazón; pero... ya está allá abajo y encerrada. Adentro y bajo tierra; pero no una tierra que sea mi barro. Encerrada, encarcelada y atrapada en una lejanía desde la que no me puede ya alcanzar.

Queda poca tierra. La pala parece moverse sola.

No volverá a tocarme, no estará más a mi lado. No dará nunca más aquel sabor ingrato a mis labios o a mis palabras. No me acompañará ya en mis desvelos, ni en mis sueños. Tampoco en mi soledad. No volveré a llamarla, ni ella me estrechará en su violento abrazo, sin dejarme ir hasta amarla con enferma obsesión. Su celosa mirada jamás se apoyará de nuevo en mi ser, ni sus palabras harán coro con mi pensamiento, soplando su silenciosa voluntad.

Espolvoreo un último puñado de polvo sobre su tumba.

Se ha ido, y yo sonrío, con la pala triunfante en mis manos, y en mis sentimientos. Luego, mi húmeda sonrisa se hace risa, y me río, y el río se vuelve mar, y me pongo a navegar sobre mi nueva dicha. Pues acabo de sepultar a mi amargura.

Que descanse en paz.

7 de agosto de 2009

AQUÍ HAY SABIDURÍA

Alberto Chimal


Horas le duró el sueño acerca del número de la Bestia. Cuando despertó, sudorosa y trémula, descubrió que lo recordaba perfectamente. En el vértigo de lo revelado, de lo que se sabe espantoso y a la vez irresistible, fue al teléfono y marcó.


A los dos timbrazos le contestó Panfilo Orihuela, en efecto apodado la Bestia en la lejana infancia; ella lo recordaba pues del segundo al sexto de primaria había insistido en asegurarle su amor, meterse lápices en la nariz, escarbarse los dientes con la mano, bajarse los pantalones en el recreo, babear en clase y provocar la burla de todos en el grupo.


—En el fondo, siempre has querido conmigo —le dijo él, seguro, como si nada, por la bocina. Ella (apocalipsis) dudó.

TAO

Alberto Chimal


A las diez, preocupada, Mamá piensa en su hija: la ve bailar y retorcerse como una loca por quién sabe qué antros y para qué hombres. Como en Babilonia. Seguro se les desnuda: seguro se les entrega y les hace movimientos lascivos y quién sabe qué otras cosas horrendas...


A las diez, preocupada, la hija piensa en Mamá: la ve bailar y retorcerse como una loca por el salón del culto. ¿Y para qué? Choca con la pared que da al taller mecánico, con la otra pared, cae al piso junto a quién sabe quién. Seguro canta, o grita: seguro está convencida de que se entrega al Señor...

5 de agosto de 2009

CONMOCIÓN

Paloma Zubieta López


Después de la conmoción, la alcoba quedó casi en silencio y el aire se hizo más pesado. El cuerpo de un hombre tendido en el piso sufría los últimos estertores mientras una mancha de sangre oscura se extendía hasta la puerta. En la penumbra se adivinaba a la silueta contemplando la escena con ojos brillantes. Una carcajada perversa despedazó la noche y, en un abrir y cerrar de ojos, el engendro escapó por la ventana. No sé cuánto tiempo pasó hasta que logré moverme y salir de mi escondite. Al menos, aquel día pude burlar a la muerte.

EL HOMBRE-CIUDAD

Jorge Márquez


¡Cuántos morirían por causa suya! Ignoraba que las criaturas que lo habitaban serían aplastadas, se ahogarían entre mareas de sudor, o arderían por la fiebre de su agitación. Nada de eso preocupaba al hombre-ciudad: sus pensamientos ocupaban la escala de su entorno inmediato y nada sabía de la existencia al nivel de su cuerpo mismo. Ignoraba que no envejecía; tampoco necesitaba comer, pues ellos lo reconstruían, a partir de las ruinas que dejaba su negligente actividad. Constituían su carne edificios imperceptibles para un Lilliputiense; calles y drenajes eran sus venas, y al deambular por el mundo, mantenía aquel otro en constante vaivén. Y aunque los conociera, ¿qué importancia tenían seres insignificantes, que jamás vería o escucharía, mientras hacía el amor a una mujer-ciudad?

UN CUADERNO DE PESADILLAS

Ricardo Chávez Castañeda


Así sea este un cuaderno de pesadillas, no está hecho sino de palabras. Inofensivas palabras que podrían ser cogidas una por una, igual que insectos, puestas entre las manos, acalladas a fuerza de oprimirlas.


Las palabras son resistentes, sin embargo. A diferencia de los insectos, tardan años, muchos años, en morir de asfixia. Para acabar con este libro, por ejemplo, se necesitarían treinta y tres mil pares de manos apretadas contra sí, como en un aplauso congelado, durante décadas y décadas.


Se imaginan. Más de quince mil personas, sin hacer otra cosa en la vida que tener las palmas apretadas frente a su pecho para ponerle fin a este cuaderno. Visto desde lejos no parecería lo que es, un ejército de verdugos, sino el peregrinaje de un pueblo entero en acto de oración. Toda una religión del odio que parece amor, de guerra que parece paz.


Quince mil personas ocupadas en destruir la obra de una sola persona.


Ese es el peso del terror en el mundo.

3 de agosto de 2009

ANDANZAS DEL LIBRO QUE VIVIÓ EN PALACIO

Miguelángel Díaz Monges


Ed. Heyk no logró un sitio en las enciclopedias, lo que quizá lo deja fuera de la historia. Habría que inventar casi todo sobre él. En 1904 publicó una monografía de 194 páginas (que incluyen árbol genealógico y un breve índice analítico) acerca del príncipe Otto Eduard Leopold von Bismarck-Schönhausen, primer Canciller de Alemania, nacido el primero de abril, como quien esto escribe, pero de 1815 y en Brandemburgo, Prusia; vivió agitadamente 83 años y cuarto y murió en Berlín (capital del Estado Alemán; imperio que él unificó, edificó y convirtió en uno de los más poderosos, sanguinarios y fracasados de que se tenga memoria) el 30 de julio de 1898, es decir, seis años antes de que Ed. Heyk viera impreso el libro que constituye la única noticia que tenemos acerca de su paso, el de Heyk, por el mundo.



Pese a tan vacías cajoneras algo de él sabemos ya. Por lo pronto que ha muerto, por joven que fuese cuando escribió su libro. También que era un burgués (un noble, particularmente un noble alemán, no habría suprimido de sus créditos el título nobiliario) y que era un burgués de esos que merodeaban la corte, adinerado, dispuesto a adquirir un título al precio que fuese. Sabemos que sentía ese monstruoso orgullo que sienten algunos, generalmente alemanes, por la grandeza alemana (valoración que tanto daño ha hecho al mundo y a Alemania) y que, como pasa con todos los mediocres, admiraba y reverenciaba a sus opresores: pocos personajes registra la historia tan absolutistas e intransigentes como el que fuera llamado "El Canciller de Hierro", cuyo carácter le hizo merecedor de dar nombre al acorazado en el que Adolf Hitler puso la suerte marítima del Tercer Reich.



Otra prueba tenemos de sus anhelos cortesanos: Este libro, titulado secamente Bismarck, publicado a seis años de muerto el mayor acreedor del orden político alemán, implicó mucho tiempo de investigación, recopilación gráfica y, luego, labores editoriales y de impresión, de lo que debemos inferir que no perdió un segundo para iniciar su trabajo; que quizá remojó en tinta la elegante pluma durante los mismos funerales del príncipe. Por lo demás, ¿quién aportó tanto material gráfico inapreciable, como una copia facsimilar de quién sabe qué cosa, sin duda importante, escrita por el vencedor de Sedán, daguerrotipos y fotografías, caricaturas de época (ya lo eran entonces), reproducciones de dibujos y pinturas de diversos autores, y todo esto no sólo acerca de Otto Eduard Leopold, príncipe de Bismarck, sino también del sinfín de políticos y lugares que lo vieron desde abajo o, a lo más, lo vieron pasar calmo y sin titubeos hacia su objetivo, lejano a cuanto pudiera atestiguar sus arrolladoras pisadas. No hay duda de que el señor Ed. Heyk fue un lambiscón fracasado, con lo que el autor se nos queda aquí. Tampoco hay gran cosa que añadir en torno a su personaje: es del género que interesa a lectores de biografías de genios y tiranos.



Más interesante que la existencia de estos dos caballeros me parece la vida del libro que me reúne con ellos. Y más que la vida del libro la de un cuarto personaje involucrado en su historia. El libro es intachable por su hechura: su estado de conservación y su olor revelan el profesionalismo de los editores Liebhaber=Husgaben, que tuvieron por logotipo un demonio barroco, quizá un dragón, que apresa tres rollos de papiro. Me ha sido imposible identificar la tipografía: muchos caracteres son difíciles de interpretar, sobre todo los usados en páginas principales; en las interiores está claro que el tamaño es moderno (8 a 10 puntos en cuerpo y 6 a 7 en los pies de ilustración). Nada inapropiado a una edición de 1904, incluso el encuadernado estilo holandés y un
ex libris
no mucho más reciente. Los editores mostraron su presteza en otro detalle al que no puede haber sido ajeno nuestro ya abandonado señor Hayk: aunque los caracteres son difíciles y el alemán es un idioma que ni conozco ni pienso conocer en la vida (aunque, ¿quién me asegura que por avatares como los vividos por este libro no terminaré pastoreando reses en una aldea a 15 kilómetros de Franckfurt?), puedo leer que se tiraron sólo 100 ejemplares encuadernados como el que tengo enfrente, numerados en romanos del 1 al 100 (lo que se advierte mediante arábigos). Esto sólo confirma que el libro era para agradar a ciertos políticos cortesanos. Y si el que tengo es el número IV, ¿no perteneció acaso y sin duda a algún destacado ministro con más de una distinción nobiliaria? La historia alemana da muchas respuestas posibles a las preguntas abiertas: ¿cómo llegó el libro a manos del cuarto personaje involucrado, seguramente su segundo poseedor y quién era éste, cómo lo conservó, transportó, salvó de más de una debacle, etcétera? Pudo ser un general derrotado en la Primera Guerra Mundial o un relevante miembro del partido Nazi o quizá un judío coleccionista. Imposible de saber. Apenas podemos adivinar que ése u otro nuevo poseedor del libro se exilió, vino a América, a México, vivió lo que le quedara y enfermó definitivamente o murió sin descendencia o con ella a fines de 1974 o principios de 1975 (justo por aquel periodo mi padre me secuestró tras varios años durante los que mi madre le impidió verme y, claro, lo que ya está mal, me negó su presencia), mientras leía o releía el libro (¿hubo quizá un cuarto dueño?), según muestran las dos hojas de calendario (9 y 10 de octubre del primero de esos dos años, una de las cuales ofrece, a la vuelta, un consejo referente a la educación de los hijos y la otra un chiste que tiene por locación un manicomio) dobladas por la mitad y colocadas entre las páginas 114 y 115. De ser otra la causa de la interrupción de la lectura, como, por ejemplo, aburrimiento o descubrimiento de mala documentación del trabajo, seguramente las marcas de seguimiento se encontrarían varias páginas antes. Me permito tal conjetura por tratarse de alguien que leía alemán, cosa que invariablemente acusa disciplina.



El caso es que quien haya entrado a su ya desolada biblioteca decidido a convertir en pesos esos papeles inútiles escritos en un idioma hermético hizo las cosas de tal modo que el libro fue a dar, por ahí de 1995, a un puesto de periódicos en las afueras de la estación de autobuses de Taxqueña, donde el voceador anotó con lápiz, en la primera interior, un inapelable $6.00 al que yo, que siempre llego tarde a todas partes y sin embargo ese día tuve unos minutos extras para pasear por entre esos puestos y parar en uno a hurgar, no pude resistirme, y que hoy ese libro, editado e impreso con todos los lujos en Leipzig en 1904, destinado a elevadísimas funciones, tocado por eminentes manos, se aburre en un pequeño pueblo provinciano e inculto, donde el índice de analfabetismo (en cualquier idioma) se redondea oficialmente en 80%, de un extraño y bárbaro país llamado México, en los anaqueles de la biblioteca de un hombre que no entiende palabra de alemán.



Más de un siglo habrá pasado desde el día de 1904 en que el señor Heik celebró en Leipzig el tener en sus manos los bellísimos 100 ejemplares numerados de su libro, realizado con pasión, esmero y grandes espectativas, hasta el día en que alguno de mis hijos o de mis nietos, conocedor del alemán e interesado por el poder o las biografías, vuelva a leerlo y se ría de lo distintas que se ven las cosas bajo la luz o la sombra (¿quién nos asegura cuál de las dos actúa?) del tiempo, la historia y sus secuelas.